martes, 18 de septiembre de 2007

EL SINSENTIDO DEL CAMINATE. (Primera parte)

Los caminantes lo saben: del viaje, lo más difícil es partir. Hace más de cuatro mil años que dejamos de ser nómadas. El calor del hogar en este tiempo ha calado ya bastante en nuestros huesos. Por más aventurero que tengamos el espíritu, somos hijos de una época burguesa. Dejar atrás la comodidad de la morada, la seguridad de las sendas conocidas, mucho más el calor de un afecto, es siempre un dolor y, quizá incluso, un sacrificio.
¿Partir? ¿Para qué? ¿Para pillar una enfermedad o, peor aún, la muerte? Bajo nuestro techo, junto a la calefacción que nos da calor, rodeados del olor del pan a punto de salir del horno, nada ponemos en juego, menos a nosotros mismos. Nuestra individualidad no podría estar más intacta en otro lugar. Aquí, a la muerte, el acontecimiento que puede cuestionar nuestro yo de la forma más radical, más violenta, la mantenemos a una distancia prudente. Y podemos dedicarnos con tranquilidad a producir, a acumular. Esa sensación de seguridad, para el burgués que en distinta medida hay en nosotros, es ya un placer, un goce. No se exige de nosotros una fuerza extra a la que necesitamos para caber en el mundo del trabajo.
En cambio, cuando partimos (aunque, estrictamente, no creo que es necesario recorrer distancias para viajar: se puede partir sin necesidad de salir de casa), cuando hemos desatado ya este movimiento incesante de caminar una y otra vez hacia el otro lado de las montañas, la muerte es parte medular del paisaje, acecha de forma constante, la sentimos a la vuelta de la esquina, alrededor nuestro, a punto muchas veces de tocarnos. Entonces nuestro yo, nuestra existencia única e individual, está sujeta a interrogación profunda. Nada es seguro, mucho menos cómodo. Nuestra identidad, nuestros referentes, el conocimiento que tenemos del mundo, la organización que le hemos dado a ese conocimiento, nuestras fronteras, son permanentemente transgredidas. Nuestra vida misma entra en cuestión. Mi continuidad como ser individual, mi cuerpo, está puesto en continuo riesgo. Este juego exige de nosotros una fuerza extra, un desgaste de energía mayor al común. Más aún: una sensibilidad, una intuición, en fin, un abrir bien lo ojos. El cansancio, incluso el desespero, siempre acechan al caminante.
En este sentido, el viajero no camina, ni siquiera vuela. Bajo sus pies no hay tierra firme. Quizá hay aire, pero el caminante carece de alas (aunque intuyo que en algún momento del viaje, en un punto de máxima intensidad, pueden surgir alas o algo parecido). Y a pesar de que las tuviera, estoy tentado más bien a creer que lo que se extiende frente al viajero es un vacío, una nada que lo sustente, o un algo sobre lo que no sabe cómo sostenerse. Entonces el caminante ni camina ni vuela, sino salta. Cada uno de sus pasos es un brinco hacia un precipicio.
Y el más espantoso, el más empinado, el más oscuro, el más profundo, el que desgarra más que ningún otro es el primero, aquel en el que es evidente el cruce de la frontera entre lo conocido y lo desconocido, entre el día y la noche, entre lo previsible e imprevisible. Los otros tienen la ayuda de la inercia. Pero ese poner en movimiento por primera vez los músculos exige una fuerza y una voluntad, un valor y una osadía excesiva. En ese instante se intuye que el camino, más allá de los placeres que promete, puede estar lleno de sacrificios y fatiga. Y, sin embargo, se parte

2 comentarios:

laberinto dijo...

...todos los días.., las mañanas, las noches..., las tardes con lluvia..., y todos los rostros, los ojos, las esquinas vacías..., la soledad..., todos son un viaje....,y sin embargo no nos animamos a partir...., un día vi a la muerte que bailaba, desde entonces la locura ha sido mi viaje..., sigue caracol..., tu fuiste hecho para el camino..., solo hacia falta que te fueras para poder leerte.

Olmedo Moncayo dijo...

En andante te convertiste y mostraste tus talentos: la fotografia y la escritura. Que el sol de la mañana impreganado de la luz de tus amigos te acompañe.