sábado, 29 de septiembre de 2007

jueves, 27 de septiembre de 2007

EL CARACOL Y LA LUNA


Una noche el caracol alzó la mirada al cielo y vio una luz. Con sus antenas bien atentas no tardó en comprender que se trataba de un rostro. Y le pareció el más hermoso de todos los que había visto, el más coqueto, el más sensual. Ese rostro era redondo y grande. Y parecía sonreírle y hacerle un guiño, como invitándole a jugar o bailar: era la luna.






El caracol sonrió y movió sus antenas de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. También en círculos. Encogió y expandió su cuerpo una y otra vez. Así jugó y bailó hasta altas horas de la noche. La luna, con una sonrisa divina, brillaba más y más al ver jugar y bailar al caracol. Y, como un globo, subía y subía en el cielo para mostrarse mejor.




Pero las nubes la vieron y también vieron al caracol y sintieron celos de su felicidad y miedo de que logre enamorar a la luna, la más bella. Y dispusieron sus ejércitos para secuestrarla. Armadas de bruma hasta los dientes, las nubes ocultaron a la luna y se la llevaron lejos del enamorado, por un camino que él no logró ver. Desesperado, fue a su casa y tomo lo más indispensable para vivir, lo puso sobre sus espaldas y se echó andar por tierras desconocidas, buscando a su a amada.



Desde entonces, el caracol no tiene casa en ningún lugar. Viaja de ciudad en ciudad con su casa siempre sobre sus espaldas. Pero viaja a la deriva. Cualquier punto es su horizonte. No sabe el camino que han tomado las nubes para llevarse a la luna, la más bella. Si alguien de usted la ha visto pasar y encuentra también al caracol, cuéntele hacia el camino que ha tomado la luna.





sábado, 22 de septiembre de 2007

La música del desierto

Aquí unas imágenes del camino entre Lima y Moquegua. Mientras las mirasn que les acompañe la única música del desierto: el silencio.







viernes, 21 de septiembre de 2007

EL COLOR DE UN OCASO CONSTANTE

En Lima asecha la noche. Sea porque el día es un ocaso perpetuo o porque el peligro ronda las esquinas. Da casi igual si uno sale temprano o tarde de casa: siempre parece estar a punto de anochecer. La luz llega tenue después de atravesar la densa capa de niebla que siempre cubre la ciudad, como una sábana, y hace que los objetos se difuminen y proyecten apenas unas sombras, melancólicas, similares a aquellas que dominan el crepúsculo en cualquier ciudad del mundo, y que suelen ser el anuncio del tiempo propicio para la violencia o el erotismo. Y sin embargo en Lima puede ser las doce del medio día.
La noche, entre otras cosas, es el espacio, el terreno de la violencia. Tras la oscuridad, el asesino se mueve confiado, como en su propia casa. El ocaso, entonces, es el anuncio de ese nuevo orden en el mundo, el mundo que es la ciudad. Pero en Lima da casi igual caminar en cualquier punto del día. Los limeños constantemente le advierten al extranjero: "¡cuidado! entrar a esa zona es peligroso". O: "Por allá no vaya, le puede suceder algo malo." Y entonces uno siente que la noche asecha. Que aunque donde uno está parado es el mediodía, a la vuelta de la esquina está lo más profundo de la noche. Y Lima, a la cual ya imaginábamos como un laberinto, nos empieza a mostrar el desfigurado rostro de su minotauro. Y cada mañana, antes de salir de casa, inevitablemente, uno se pregunta si ese será el día en el que se encontrará al Asterión que le está destinado. Y se interroga por él, por el distrito en el que vivirá, por si tendrá madre o hijos que alimentar. Pero también se piensa, no podía ser de otra manera, en Ariadna, en una Ariadna limeña. ¿Este será el día en que la encontraré? ¿La encontraré antes de que el minotauro se cruce en mi camino? ¿Cuál de los dos rostros me dejará más deslumbrado?


Barrio Rimac (Río hablador)



La parte norte de la ciudad vista desde el cerro San Cristobal.


El Callao (lugar de pescadores)


Plaza Dos de Mayo.


Una esquina, como muchas en Lima

martes, 18 de septiembre de 2007

EL SINSENTIDO DEL CAMINATE. (Primera parte)

Los caminantes lo saben: del viaje, lo más difícil es partir. Hace más de cuatro mil años que dejamos de ser nómadas. El calor del hogar en este tiempo ha calado ya bastante en nuestros huesos. Por más aventurero que tengamos el espíritu, somos hijos de una época burguesa. Dejar atrás la comodidad de la morada, la seguridad de las sendas conocidas, mucho más el calor de un afecto, es siempre un dolor y, quizá incluso, un sacrificio.
¿Partir? ¿Para qué? ¿Para pillar una enfermedad o, peor aún, la muerte? Bajo nuestro techo, junto a la calefacción que nos da calor, rodeados del olor del pan a punto de salir del horno, nada ponemos en juego, menos a nosotros mismos. Nuestra individualidad no podría estar más intacta en otro lugar. Aquí, a la muerte, el acontecimiento que puede cuestionar nuestro yo de la forma más radical, más violenta, la mantenemos a una distancia prudente. Y podemos dedicarnos con tranquilidad a producir, a acumular. Esa sensación de seguridad, para el burgués que en distinta medida hay en nosotros, es ya un placer, un goce. No se exige de nosotros una fuerza extra a la que necesitamos para caber en el mundo del trabajo.
En cambio, cuando partimos (aunque, estrictamente, no creo que es necesario recorrer distancias para viajar: se puede partir sin necesidad de salir de casa), cuando hemos desatado ya este movimiento incesante de caminar una y otra vez hacia el otro lado de las montañas, la muerte es parte medular del paisaje, acecha de forma constante, la sentimos a la vuelta de la esquina, alrededor nuestro, a punto muchas veces de tocarnos. Entonces nuestro yo, nuestra existencia única e individual, está sujeta a interrogación profunda. Nada es seguro, mucho menos cómodo. Nuestra identidad, nuestros referentes, el conocimiento que tenemos del mundo, la organización que le hemos dado a ese conocimiento, nuestras fronteras, son permanentemente transgredidas. Nuestra vida misma entra en cuestión. Mi continuidad como ser individual, mi cuerpo, está puesto en continuo riesgo. Este juego exige de nosotros una fuerza extra, un desgaste de energía mayor al común. Más aún: una sensibilidad, una intuición, en fin, un abrir bien lo ojos. El cansancio, incluso el desespero, siempre acechan al caminante.
En este sentido, el viajero no camina, ni siquiera vuela. Bajo sus pies no hay tierra firme. Quizá hay aire, pero el caminante carece de alas (aunque intuyo que en algún momento del viaje, en un punto de máxima intensidad, pueden surgir alas o algo parecido). Y a pesar de que las tuviera, estoy tentado más bien a creer que lo que se extiende frente al viajero es un vacío, una nada que lo sustente, o un algo sobre lo que no sabe cómo sostenerse. Entonces el caminante ni camina ni vuela, sino salta. Cada uno de sus pasos es un brinco hacia un precipicio.
Y el más espantoso, el más empinado, el más oscuro, el más profundo, el que desgarra más que ningún otro es el primero, aquel en el que es evidente el cruce de la frontera entre lo conocido y lo desconocido, entre el día y la noche, entre lo previsible e imprevisible. Los otros tienen la ayuda de la inercia. Pero ese poner en movimiento por primera vez los músculos exige una fuerza y una voluntad, un valor y una osadía excesiva. En ese instante se intuye que el camino, más allá de los placeres que promete, puede estar lleno de sacrificios y fatiga. Y, sin embargo, se parte