La noche, entre otras cosas, es el espacio, el terreno de la violencia. Tras la oscuridad, el asesino se mueve confiado, como en su propia casa. El ocaso, entonces, es el anuncio de ese nuevo orden en el mundo, el mundo que es la ciudad. Pero en Lima da casi igual caminar en cualquier punto del día. Los limeños constantemente le advierten al extranjero: "¡cuidado! entrar a esa zona es peligroso". O: "Por allá no vaya, le puede suceder algo malo." Y entonces uno siente que la noche asecha. Que aunque donde uno está parado es el mediodía, a la vuelta de la esquina está lo más profundo de la noche. Y Lima, a la cual ya imaginábamos como un laberinto, nos empieza a mostrar el desfigurado rostro de su minotauro. Y cada mañana, antes de salir de casa, inevitablemente, uno se pregunta si ese será el día en el que se encontrará al Asterión que le está destinado. Y se interroga por él, por el distrito en el que vivirá, por si tendrá madre o hijos que alimentar. Pero también se piensa, no podía ser de otra manera, en Ariadna, en una Ariadna limeña. ¿Este será el día en que la encontraré? ¿La encontraré antes de que el minotauro se cruce en mi camino? ¿Cuál de los dos rostros me dejará más deslumbrado?
La parte norte de la ciudad vista desde el cerro San Cristobal.
El Callao (lugar de pescadores)
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